25 Febrero de 2019 - 07:19
La crisis que vive la República de Venezuela es lacerante. El precio que se paga por el sostenimiento de un sistema político cruel y desvencijado es altísimo. El hambre –las estimaciones indican que su población perdió un promedio de 11 kilos de peso corporal-, el salario mínimo promedio es de 19.000 bolívares y el kilo de tomates cuesta 20.000, la falta de medicamentos y un 85% de la población bajo la línea de pobreza, son apenas apostillas dolorosas de una degradación que, por suerte, parece cercana a su fin.
Por otro lado, está un gobierno aferrado al poder y sus prebendas con uñas y dientes, cada vez más solo, cada vez más aislado, y por supuesto, cada vez más violento y enceguecido.
Afortunadamente, la oposición –que no es ya gente que piensa distinto, sino un entero pueblo hambreado y castigado- no ha recurrido a la violencia: no hay guerrillas, no hay atentados a las autoridades, reclaman pacíficamente y se bancan las balas y los golpes, las cárceles y toda una serie de atrocidades que, seguramente, conoceremos en detalle cuando la dictadura caiga.
Pero aquí en nuestro país aturde el silencio o la defensa que de esa crueldad hace un amplio espectro de la dirigencia política. ¿La CGT, por ejemplo, no piensa pronunciarse por lo que sufren los trabajadores venezolanos? ¿Los organismos de Derechos Humanos no tienen nada que decir sobre el rechazo a la ayuda humanitaria a los desesperados? ¿Tampoco sobre la cárcel a los opositores?
La pregunta suele surgir en charlas, en mesas de café, en reuniones familiares: ¿íbamos hacia eso? La respuesta es difícil de arriesgar. Vale preguntarse si habría tolerado esta sociedad semejantes niveles de represión, de violencia, de bandas armadas apropiándose de las calles e impartiendo “justicia revolucionaria” a mansalva.
Más crucial aún: ¿estaba el sistema político imperante dispuesto a llegar a ello? Ese es el problema. A juzgar por los dichos de personajes como Moreno, D'Elía y el ala dura del kirchnerismo, no quedan dudas.
Cuando se escuchan ciertas “autocríticas”, curiosamente, lo que sostienen es que fueron demasiado blandos. Les faltó “madurez”, en sentido del impresentable déspota caraqueño. Todo indica que, si no fuimos Venezuela, en un regreso, en una segunda parte de la década ganada, podremos serlo.
La propia Cristina, en su exposición en la contracumbre del G20, lo dejó en claro: reforma constitucional, encuadramiento de movimientos sociales y medios de comunicación, en síntesis, la construcción de un Estado fascista hasta en su marco jurídico.
Encima, sus adláteres prometen cárceles y sufrimiento para los que no piensen igual. Parece que si ganan harán tronar el escarmiento.
¿Podríamos haber sido Venezuela? El problema es que aún podemos serlo.
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