Geopolítica de las víctimas

La  resolución del área de Seguridad sobre el uso de armas de fuego por parte de las fuerzas del orden es un paso en la dirección correcta.Pero no debe ser el último que se dé en el cumplimiento de la promesa presidencial de proteger a los argentinos

14 Diciembre de 2018 - 12:01

ingreso

Como todos lo hemos aprendido, se considera a Grecia la cuna de la Democracia. Allí nació, y merced a la denominada cultura occidental se extendió por buena parte del Globo. Más allá de que Aristóteles la considerara, junto con la Monarquía y la Aristocracia, como una forma pura de gobierno, no son pocos los politólogos modernos que la consideran como la única y exclusiva forma posible.

“El gobierno del Pueblo y para Pueblo” quizás sea una de sus más citadas definiciones. Nos preguntamos si esto sigue siendo así. No es una pregunta retórica, ya que hasta donde podemos observar, especialmente en la última década, vemos que la Democracia se ha convertido más en un sistema que busca defender a las minorías antes que a satisfacer las necesidades de la mayoría que le da su sustento, tanto etimológico como real.

Estas minorías van desde los discapacitados hasta las distintas preferencias sexuales, incluyendo -además-, como veremos, a los que delinquen, los que son percibidos como una víctima del sistema. Nos preguntamos cómo esto ha sido posible.

Más allá de que siempre existirán víctimas reales y que deben ser protegidas por la ley, el problema radica en quién y en cómo se asigna esa categoría.

La presión sobre el Estado

Para entenderlo es central que comprendamos cómo se construye la categoría de víctima. Conviene tener presente que, antes que nada, la víctima es alguien con una identidad propia. “¿Quién soy? Soy una víctima, algo que no puede negarse y que nadie podrá quitarme nunca”, nos dice Daniele Giglioli en su libro Crítica de la víctima.

Para este autor no se trata solo de victimizarse, sino de conformar una minoría. Una que después será utilizada para desarrollar espacios de “autonomía”, una palanca de poder para presionar al Estado desde el campo de la superioridad moral.

El cuadro se completa con el pretexto de una irrestricta y suprema defensa de los DD.HH., los que ya no son percibidos como derechos inherentes a todo ser humano por el simple hecho de ser tal, sino como exclusivos de las víctimas agrupadas en una suerte de “minoricracia”. Éstas, así conformadas, tienen la capacidad de poner en jaque a todo el sistema político.

Lo dicho en el párrafo anterior no puede tomarse en forma baladí. Todo lo contrario. Hoy, los Estados modernos se encuentran bajo un doble ataque. Desde abajo por las distintas minoricracias que los presionan por la consolidación de sus derechos. Y desde arriba, por parte de las organizaciones multilaterales (la ONU, el FMI, el Banco Mundial, etcétera) que impulsan, desde la gobernanza global, la obligatoriedad absoluta de su respeto, bajo pena de otorgamiento de créditos y, en extremis, de la injerencia externa bajo el eufemismo de una “intervención humanitaria”.

La idea del “buen salvaje”

Todo lo dicho sirva para entender el porqué de las críticas desatadas, tanto desde la izquierda como de la derecha progresista, contra el Reglamento General para el Empleo de las Armas de Fuego por parte de los Miembros de las Fuerzas Federales de Seguridad que ha emitido el área de Seguridad del Gobierno nacional.

Sin duda alguna, tanto cualquier practicante del Derecho, especialmente del Penal, como un soldado o un policía experimentado saben que existen claros criterios operativos para aplicar en el uso de armas de fuego en ocasión del cumplimiento de sus funciones específicas. Ellas derivan del principio básico conocido como legítima defensa, y del mismo se deducen tanto las reglas de empeñamiento policiales como la justificación de la guerra justa.

Ergo, existe un extendido consenso, tanto nacional como internacional, sobre en qué circunstancias de modo, tiempo y lugar debe y puede ser aplicada la fuerza mortal para evitar o neutralizar una amenaza contra ellos mismos o contra terceros. Lo que implica que su rechazo en nombre de figuras tales como las de “gatillo fácil” y “pena de muerte encubierta” solo pueden hacerse desde la doctrina de la victimización expresada más arriba.

En el fondo de esta postura bulle la vieja idea del “buen salvaje” de J.J. Rousseau. De aquel que habiendo nacido bueno, la sociedad lo ha hecho malo y, por lo tanto, tiene la justificación perfecta para robar, para violar o para matar.

Lamentablemente, este absurdo que contradice no sólo al sentido común, sino a varias ciencias, se ha engarzado en la teoría jurídica conocida como “garantismo”, entendido éste como una corriente de pensamiento criminológico de sesgo minimalista nacida en el seno de la Ilustración que busca transformar los procedimientos judiciales y suavizar la ejecución de las penas.

Contrariamente, pero en forma concurrente, esta doctrina se ha complementado con nefastas reformas policiales destinadas a “civilizar” a las fuerzas del orden, transformando a sus integrantes de servidores públicos en meros funcionarios de uniforme, negándoles un necesario ethos particular.

Desprotección ciudadana

En la práctica, y más allá de las bondades poéticas con que son presentadas estas posturas, la combinación de ambas asimetrías se ha conjugado en una situación que no ha hecho otra cosa que dificultar la aplicación de la ley, especialmente frente a delitos violentos, a la par de haber producido una desmoralización en las fuerzas destinadas a aplicarla y en una sensación de desprotección de la ciudadanía, en general.

Sin embargo, la asignación de la categoría de “víctima”, al margen de las que están seguramente justificadas, es utilizada por estos grupos progresistas como una consigna política que sirve como un santo y seña, ya sea para condenar a los enemigos como para salvaguardar a los compañeros de ruta.

Así, por ejemplo, no entran en ella los uniformados acusados de delitos de lesa humanidad, como ha quedado demostrado fehacientemente con el injusto fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación al denegarles la posibilidad del 2x1.

Con ello se dejan de lado no sólo tratados internacionales, sino también se niegan varios principios jurídicos consagrados, tales como la no retroactividad de la ley penal y el de igualdad ante la ley.

Las situaciones que acabamos de explicar -la desmoralización que reina entre las fuerzas del orden, por un lado, y, por el otro, la injusticia que el mencionado fallo conlleva- lejos de estar desconectadas configuran un siniestro sincronismo que tiene atadas las manos del Estado, nada más ni nada menos, para cumplir con su principal razón de ser, cual es la de ejercer el monopolio del uso legítimo de la fuerza.

Por todo lo expresado es que aplaudimos la reciente resolución administrativa del Ministerio de Seguridad de la Nación. No nos cabe duda de que se trata de un paso en la dirección correcta, pero uno que no puede ser el último en cumplimiento de la promesa presidencial de mejorar la seguridad de todos los argentinos.

El Doctor Emilio Magnaghi es Director del Centro de Estudios Estratégicos para la Defensa Nacional Santa Romana. Autor de El momento es ahora y El ABC de la Defensa Nacional.