La difícil relación con la verdad

28 de junio, 2020 - 12:01

Para la arena política, la frase la inmortalizó el senador vitalicio Carlos Menem. En su confesionario semanal que arrancaba con música de Piazzolla y Bernardo sentado enfrente, soltó, muy suelto de cuerpo: “si decía lo que iba a hacer no me votaba nadie”.

Eso inauguró la mentira como recurso legítimo de la institucionalidad argentina, y nada pudo ser igual.

Alguien podrá refutar señalando que la mentira la inauguró Alfonsín con su “la casa está en orden” luego de negociar la rendición carapintada.

Pero preservar la democracia frágil y naciente de un nuevo golpe ameritaba, a mi juicio, una mentira piadosa.

Máxime cuando los motivos de la asonada tenían que ver con el juicio a las juntas militares, y la oposición peronista de entonces, lejos de buscar el juicio y castigo, proponía la amnistía a los militares, que luego cobró forma con los indultos de Menem. (El discurso de los derechos humanos lo compró el peronismo cuando ya, en pleno siglo XXI, no había ningún riesgo en hacerlo y era pura ganancia).

Lo cierto es que, desde ahí, sea cual fuere el episodio histórico que se prefiera como inaugural, nos hemos acostumbrado a aceptar las mentiras como parte del juego político, y en consecuencia se miente a mansalva: sobre los fines, sobre los negocios personales, sobre los patrimonios, sobre las identidades ideológicas.

Curiosamente, esta argentina acaba de enterrar a Hermes Binner, tal vez el último de los que encarnó en ideas y actitud de vida la política de principios. Un progresista con todas las letras en un país donde esa palabra perdió fuerza de verdad, tomada por personajes que no tienen un ápice de ello.

A esta altura vale preguntarse, entonces, cuánta verdad somos capaces de tolerar los argentinos. Hay países que tienen una relación con ella que consideraríamos brutal, inadmisible.

Por citar un ejemplo, cuando arrancó la pandemia, el presidente norteamericano Donald Trump (y esto no es una reivindicación del personaje, que nadie entienda el ejemplo como alguna simpatía por el susodicho) dijo muy suelto de cuerpo que iban a morir entre cien y doscientos cincuenta mil norteamericanos.

¿Qué hubiera pasado en nuestro caso sí, luego de evaluar el tema, desde el Gobierno nos comunicaran que iban a morir entre diez y veinte mil argentinos? Es impensable.

Nos consuela mucho más el discurso paternalista, escuchar que se nos iba a cuidar sin decir cómo, sin esbozar un plan de contingencias para el durante y el después.

El problema es ahora –el problema suele ocurrir siempre que la realidad revela que las certezas van por un lugar distinto al proclamado- cuando parece agotarse el discurso paternalista. Cuando la incertidumbre comienza a reinar y nadie sabe muy bien como plantarse.

Aparece por un lado la fe ciega en los conductores, y por otro la desconfianza ciega: reaparece la consabida grieta.

Durante un tiempo vivimos la fantasía de que estábamos a salvo, o en todo caso mejor que otros. La comparación es algo de lo que nos encanta nutrirnos, síntoma de ego distorsionado, y mirábamos a Chile con aires de superioridad. Incluso el “pater” usó comparaciones con datos ficticios ante una teleaudiencia expectante.

Había síntomas de que la situación tenía algo de ficción. Mientras en otros lados los contagios se daban de a miles, aquí los números eran mucho más favorables. Uno de los datos siempre discutidos fue la falta de testeos. Por ejemplo, testeamos casi diez veces menos que nuestros vecinos trasandinos, por seguir con la misma comparación.

Hoy la sensación general es de desamparo. De que algo está saliendo mal. En algunos lados se desobedece crecientemente la normativa de emergencia. La economía marca un rigor que desespera a millones, y el discurso voluntarista se resquebraja.

Vemos impávidos que hace pocos días los casos subían de a cien, luego de a quinientos, de a mil, de a dos mil…

En algún lugar recóndito sabíamos que las cosas iban a ser diferentes. Pero para cada realidad inventamos una ficción más cómoda.

Y no es de ahora, no es de este Gobierno, o el anterior, o alguna pesada herencia.

Tenemos una compleja relación con la verdad. En parte porque no nos gusta escucharla, y en una cuestión mucho más compleja porque siempre el poder construye su verdad.

Como explicara Jürgen Habermas, a partir de mitos e interpretaciones, y en una sociedad con bajísima (o devastada) cultura política, la verdad del poder es más que la verdad a secas.

“Mentime que me gusta” es el refrán popular que traduce sabiamente la situación. Así nos va.