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La paz social parece todavía lejana

Lo ocurrido esta semana con Cristina Kirchner nos conmocionó a todos sin dudarlo, porque la muerte violenta infligida por una mano asesina desata los peores demonios de una sociedad que parecía haberlos dominado

04 de septiembre, 2022 - 09:10

La violencia en la Argentina no es un elemento extraño ni ajeno a la formación ni a la historia del país. Pero tanto ha sido el daño causado y las cicatrices persistentes, que hay un gran temor en las grandes mayorías a que regresen esos nefastos tiempos.

Hubo una época en que los asesinatos a sangre fría y sin ningún móvil aparente fueron cosa cotidiana; esos fueron los años ’70.

Muchos de los que ahora forman parte de la élite dirigencial fueron testigos, víctimas o protagonistas, así que es difícil creer que se conciba en alguna mente traer al presente hechos parecidos.

Si bien hubo muchos asesinatos en la historia política nacional, contado solamente el período de la organización iniciado con la Constitución de 1853, nunca la violencia criminal se llevó la vida de un presidente o vicepresidente, aunque sí hubo intentos con varios de ellos.

Lo inverosímil es que en pleno siglo XXI y con la democracia consolidada en el sentimiento y pensamiento de la mayoría de los argentinos, haya alguien o algún grupo que piense en sus cabales que con un magnicidio se puede cambiar algo o todo con lo que no se está de acuerdo o se rechaza drásticamente.

La conducta política y la idoneidad para gestionar el Estado del Frente de Todos, y principalmente sus máximos exponentes, tienen infinidad de puntos criticables que a la vista de muchos deberían cesar o modificarse.

La diatriba y hasta el improperio han sido siempre parte del lenguaje político en sustitución de la guerra o de la violencia.

El intento de matar a Cristina Kirchner nos llevó otra vez a la oscuridad y a la incertidumbre de los peores episodios de nuestro pasado.

Si fue el acto aislado de un enajenado interpela duramente al sistema de seguridad que la rodea, pero si forma parte de una conspiración para desatar el caos y que alguno obtenga beneficios, se debe analizar y debatir con mucho cuidado.

Pero no porque haya que callar algunos aspectos o por las circunstancias y la personalidad de la que pudo ser víctima mortal, porque nadie está sobre nadie por más cargo que ostente.

Lo ocurrido esta semana nos conmocionó a todos sin dudarlo, porque la muerte violenta infligida por una mano asesina desata los peores demonios de una sociedad que parecía haberlos dominado.

El recurso de la culpa ajena no quita la propia, y responsable singular o plural del atentado los hay sin duda.

El clima belicoso imperante entre las tribus políticas está siempre a un tris de pasar a los hechos, y la intolerancia empuja a los dirigentes y gestores políticos a la total ceguera frente a los problemas más acuciantes que amargan la vida cotidiana de millones de argentinos.

Sería un gran salto cualitativo que el desgraciado hecho del jueves fuera una bisagra, una enseñanza, un espejo donde nos miremos para tomar conciencia que la violencia sí debe ser repudiada rotundamente.

Y para reafirmar que la vida de Cristina Fernández de Kirchner está por encima de cualquier interés político por el cargo que ostenta, por lo que representa, por lo que significa para millones de argentinos de buena fe que la veneran, pero fundamentalmente porque respetar la vida y repudiar la violencia es de gente decente.

Ese cambio de coordenadas no se ha dado. La reflexión solamente se declama y hasta ahora solo se busca sacarle ventaja política al acontecimiento.

La democracia no estuvo nunca en peligro: si el desgraciado suceso hubiera terminado en la muerte de la vicepresidenta, las instituciones están creadas para superar un hecho de esa naturaleza.

Hasta ahora se han escuchado voces -esperemos que sean muy minoritarias- que culpan a la crítica opositora y periodística tildándola “discursos de odio” y a la labor de la Justicia en los juicios contra Cristina como una conspiración.

Tan temible como la violencia asesina es el sueño autoritario de amordazar y de tolerar solo el pensamiento y la palabra del poder.

Por supuesto estarán siempre los energúmenos que lamentan la falla en el disparo, como los que quieren salir a quemar todo o los que ven enemigos ocultos en todo el que no se desgarró las vestiduras repudiando el hecho.

En ese caso sí es deber de todos alejarnos de esa posición para que la paz social -la interna y la que se puede ver- no siga estando tan lejos.