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La parodia de una tragedia también lo es

La Argentina decae y no podemos superar la permanente sensación de caos inminente o de fase terminal

24 de julio, 2022 - 09:58

Tal vez sea muy temprano para hablar de ocaso, sobre todo cuando en nuestro país hemos creído ver muchas veces alguna decadencia y después un supuesto resurgir, cuando lo que realmente está decayendo desde hace muchas décadas es la propia Argentina como comunidad organizada democráticamente.

Si tomamos como el origen de la institucionalidad y de la idea de Estado nacional, podríamos partir desde el cambio de siglo XIX al XX, en el que un país gobernado por élites tenía un propósito, un proyecto y un rumbo definido acorde con la idea predominante de progreso. 

Pero ese modelo hoy muy admirado incubaba en su seno profundas desigualdades que no tardaron en hacer crisis.

Un país pensado en una economía pastoril y agroexportadora creció en forma despareja porque fue dejando a muchos en el camino. 

En lo que habían sido las Provincias Unidas del Río de la Plata no había minerales para extraer como en México o Potosí, pero había llanuras donde el trigo y los ganados brotaban casi sin esfuerzo.

Así surgió una economía casi extractiva en la que el trabajo agregado era menor y la riqueza se obtenía con el trabajo físico de unos pocos.

Un modelo casi feudal, ricos dueños de la tierra y una capa social que solo podía integrarse en el trabajo duro del campo, en los oficios y en la emergente actividad industrial que se concentró y lo sigue haciendo en las grandes ciudades del litoral rioplatense. 

En el interior provincial, salvo pocas excepciones,el sustento se aseguraba con el empleo público.

Los remedios propuestos para corregir esos desequilibrios en una nación donde los recursos naturales son abundantes, el territorio es generoso y aún quedan potencialidades inexplotadas, se han ido degradando hasta convertirse en parte del problema que se quiso solucionar.

Las culpas se pueden distribuir mucho más rápido y equitativamente que la riqueza, pero eso está muy lejos de suceder y no es seguro de queserviría para algo.

Lo cierto es que hoy, a más de dos siglos de haber empezado a pensar como una república independiente, no podemos superar la permanente sensación de caos inminente o de fase terminal.

La paz social y política obtenida con la recuperación de la democracia tras la noche de plomo y muerte del 76 al 83, nunca termina de afianzarse porque cuando parecía que solo había que solucionar los problemas económicos ahora los que vuelven a estar amenazados son el orden republicano y la convivencia de los argentinos.

Justo será señalar que una sociedad no puede sentirse tranquila si la mitad de sus integrantes pelean ya no solo por llegar a fin de mes decorosamente sino por llevar alimento a la mesa de millones de familias. 

Algo que el actual Gobierno prometió y no cumplió, agravando los conflictos sociales y dando pasto a los sectores que lucran con la pobreza.

La desintegración interna de la alianza gobernante está en su fase más avanzada con serio riesgo de anarquía ante el descrédito generalizado de los dirigentes y la desesperanza de quien no ve cercana ninguna solución ni alguien que acerque una idea, un proyecto, una propuesta. 

Por el contrario, el clima de violencia está retornando con discursos y acciones que invocan a los peores demonios del pasado.

Es cierto que hoy no existen organizaciones armadas que estén atacando objetivos militares o civiles como a fines de los 60, cuando empezaron a actuar contra la dictadura encabezada entonces por Juan Carlos Onganía y Alejandro Lanusse. 

Pero sí surgen las arengas irresponsables de Juan Grabois para que “no se ahorre sangre” en peleas callejeras, o la permanente amenaza de que las movilizaciones piqueteras se transformen en disturbios y saqueos, o la patota fascistizante que le impidió dar una disertación a Ricardo López Murphy, o el llamamiento del “carapintada” Aldo Rico para que las Fuerzas Armadas actúen para “salvar a la patria en peligro”.

A la sensación de que el Estado está realmente ausente y el Poder Ejecutivo arrinconado por los desvaríos autoritarios de la vicepresidenta, se suman un panorama de desprotección y angustia y el miedo de la gente al futuro cercano. 

Dejando de lado por un momento los despropósitos y la deriva de la política económica, hoy es fundamental que alguien de lo que queda de poder político en la Casa Rosada o en el Senado condene en forma contundente los ataques criminales de los grupos de falsos mapuches en la Patagonia o corte de cuajo acciones demenciales como la amenaza de bomba a un avión en vuelo.

Ese acto demencial para el cual las fuerzas de seguridad parecen no estar preparadas, va a desatar un pánico generalizado que los argentinos creíamos haber dejado atrás. 

Esta vez el terrorismo no tiene ningún objetivo político concreto y los viejos guerrilleros que nunca hicieron su autocrítica hoy parecen estar nada más que ilusionados por una pretendida “revolución kirchnerista”. 

Por eso es que no se sabe aún a qué apuntan estas acciones execrables de los últimos días.

Lo que hay que tener en cuenta es que la tragedia de los 70-80 no se repetirá, pero su remedo puede hacer mucho daño y por eso las consecuencias son imprevisibles