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La nave se ha quedado sin timón

En un escenario de locos, la incertidumbre y la desconfianza se afianzan peligrosamente entre quienes deberán elegir un nuevo gobierno

05 de febrero, 2023 - 08:31

Cuando Fernando de la Rúa cayó ese fatídico 20 de diciembre de 2002, quedó expuesta lo débil que podía ser la autoridad presidencial que tanta fortaleza pretendió darle el sistema constitucional argentino desde su origen, imitando a la forma en que se gobernaba Estados Unidos desde 1776 y desdeñando las democracias que con figuras monárquicas empezaron a proliferar en la Europa una vez destronados los absolutismos.

En estas provincias desunidas se optó por la figura unipersonal de un ciudadano que se erguía con el poder de manejar en soledad los negocios del Estado, mandar a los ejércitos y tomar decisiones que la mayoría de las veces le arruinaban la vida a muchos argentinos.

Pero la historia fue demostrando que para sentarse en el despacho presidencial no bastaba con reunir requisitos como ser mayor de 30 años, haber nacido en el territorio de la República, en otros tiempos ser de la confesión católica, y muchos otros, entre los que no figuran cualidades como la honestidad y la idoneidad.

Ahora bien, la condición de liderazgo -que si vamos al caso no condice con la idea republicana de que todos somos iguales, nadie está por encima de nadie y que organizar y dirigir un país no es lo mismo que arriarlo- ha sido exhibida por muy pocos en la historia y en la mayoría de los casos no terminó bien.

Quizá porque la condición de líder implica mandar, ordenar, decidir y pensar en remplazo de los demás, que, podría pensarse, no están en condiciones de hacerlo como ese líder. Es cierto que sería imposible gobernar deliberando todo el tiempo como nos enseñaron que se hacía en ciertos cantones suizos, pero también es imposible que ese señor o señora que se encaramó en el poder o lo eligieron democráticamente, pueda sintetizar las necesidades, los sueños y las urgencias de quienes lo eligieron.

Por eso es que la legitimidad de asumir un cargo -el máximo en este caso- a través del sufragio no es garantía de representatividad, así como tampoco los votos trasmiten liderazgo por sí solos.

También hay que considerar que los liderazgos no son eternos; decaen, envejecen y pueden transformarse en autocracias despóticas. Ejemplos también sobran, sobre todo en nuestra América latina.

Hoy se habla de la existencia de un Presidente débil de origen porque -dijo una diputada peronista- ganó con votos ajenos, y según esa visión estaría usurpando los aposentos presidenciales.

Alberto Fernández, en lugar de hacerse fuerte en la dificultad y demostrar que es algo más que un profesor de Derecho Penal e hijo de un juez, al que lo llamaron “para salvar la Patria”, no cesa de acentuar su mediocridad y ahora su ya total desorientación, incluso en términos de sus propias ambiciones.

Hubo casos de presidencias por delegación de poder, como el de Julio A. Roca, Mitre o Perón. Pero los mentores daban la cara, se hacían cargo y pretendieron volver al poder, salvo el caso de Perón, que murió.

En la extraña situación actual de la Argentina Cristina de Kirchner ha insistido en su posición de moverse en las sombras dando algunos zarpazos de vez en cuando para recordarles a sus feligreses que todavía está en el altar y para decirle al Poder Judicial que a ella la absolvió la historia y que por lo tanto es inmune.

En ese escenario demencial gobierna un hombre para el que ya no caben diatribas, con un entorno hostil que lo quiere hundir pero no tanto como para que se hundan todos.

Un Presidente que se aferra a la idea de una remotísima reelección y que ahora hasta eso le están sacando con una amorfa mesa política donde no se discutirá nada sino que se hará lo que indique el dedo de la ayatola Cristina.

En ese escenario de locos estamos todos viendo cómo la incertidumbre y la desconfianza se afianzan como los sentimientos más peligrosos para tomar la decisión de elegir un nuevo gobierno.