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Cursus honorum

Tanto para las funciones de gobierno como para las legislativas asistimos desde los años 90 al progresivo reemplazo del mérito de los mejores representantes por figuras “famosas” que no pasan por ninguna fase preparatoria, como sí ocurría en la Antigua Roma con la carrera política

01 de agosto, 2021 - 11:00

“Cursus honorum” era el nombre que recibía la carrera política en la Antigua Roma. Se instauró durante la República y se la siguió implementando durante el Imperio, sobre todo en la administración de las provincias dependientes del Senado. Su finalidad era establecer un orden y una jerarquía por la que se regían las magistraturas romanas así como el modo de cumplirlas.

Para poder ser un senador romano, por ejemplo, el “cursus honorum” constaba de una fase preparatoria compuesta por diversas especialidades, seis magistraturas ordinarias y una extraordinaria. Entre ellas estaban el “vigintivirato”, mediante el cual se iniciaban los políticos jóvenes civiles. En tanto, mediante la institución de los “tribunos laticlavius” se formaban los oficiales militares para servir en las legiones. Luego avanzaban a la “cuestura” para aprender a manejar fondos públicos.

En un rango intermedio estaban algunas funciones ejecutivas, tales como los “ediles” (controles urbanos), los “tribunos” (protectores del pueblo) y los “pretores” (funcionarios judiciales). Al final de la escalera estaban las grandes magistraturas como el “consulado”, un equivalente a nuestro jefe de Gobierno; la “senaduría”, que eran legisladores elegidos cada cinco años y, por último, el “dictador”, un cargo extraordinario que se ejercía sólo en tiempos difíciles, ya sea por una amenaza externa o por desórdenes internos.

Hasta hace algunas décadas, la política argentina, sin disponer de un cursus honorum estricto, buscó elegir, tanto para las funciones de gobierno como para las legislativas y judiciales, a sus mejores representantes.

Salteando la época heroica de las grandes figuras de la Revolución y de la Independencia, en tiempos de la organización nacional tenemos –por ejemplo– a un Julio A. Roca, un joven general que había triunfado en varias campañas militares, tanto contra los indios como en la Guerra del Paraguay. O a Roque Sáenz Peña, que se había destacado por su servicio voluntario al gobierno del Perú durante la Guerra del Pacífico, donde sirvió como teniente coronel y en la cual fue herido en combate y condecorado.

Desde hace unos años las listas de candidatos albergan desde políticos con experiencia hasta integrantes de la farándula sin preparación.

No sólo había quienes tenían méritos militares. También había notables diplomáticos, como Luis María Drago, quien como canciller desarrolló la doctrina que lleva su nombre en respuesta a las acciones bélicas de Inglaterra, Alemania e Italia, que impusieron el bloqueo naval a Venezuela. O como Carlos Saavedra Lamas, ministro de Justicia e Instrucción Pública durante la presidencia de Victorino de la Plaza y, posteriormente, galardonado con el premio Nobel de la Paz por su intervención como canciller del presidente Agustín P. Justo en los acuerdos de paz tras la guerra entre Bolivia y Paraguay.

Las provincias, por su parte, eran proveedoras de políticos de primer nivel, como nuestro comprovinciano Emilio Civit, quien luego de una excelente gestión en la provincia, en la que construyó caminos, puentes, obras de riego, tranvías eléctricos, grandes edificios públicos y escuelas, fue convocado por la Nación para desempeñarse como ministro de Obras Públicas y de Agricultura.

En tiempos más recientes, ya con algunos de nosotros vivos, asistimos al surgimiento de políticos excepcionales como Juan D. Perón, un militar que antes de dedicarse a la política ya era el autor de varios libros sobre historia militar y hasta de un diccionario castellano/ araucano.

En esa misma línea, también se destacó Arturo Frondizi, un intelectual y político radical, autor del libro Petróleo y Política. O como Arturo Illía, un médico convocado por el presidente Hipólito Yrigoyen para trabajar como médico ferroviario en distintas localidades del interior, pasando luego a desempeñarse como vicegobernador de Córdoba.

Mucho más reciente, en los años 90 concretamente, vamos a asistir al progresivo reemplazo del mérito por la variable de la fama. De los grandes hacedores, escritores o médicos destacados, pasamos al rubro de los “famosos”.

Ya no se trataba de acreditar algún mérito en alguna ciencia, arte u oficio, sino simplemente bastaba con haber sido famoso. Por ejemplo, pudimos ver a Palito Ortega – un conocido cantautor– como gobernador de Tucumán, al corredor de Fórmula Uno Carlos Reuteman como gobernador de Santa Fe o al motonauta Daniel Scioli como gobernador de Buenos Aires, vicepresidente y embajador en Brasil.

Algún lector –y no sin alguna razón– podrá argumentar que no todos los nombrados se desempañaron mal y que, incluso, lo hicieron mejor que muchos políticos profesionales. Puede ser. Pero no es el punto de este artículo, cual es que la Nación no sólo carece de un cursus honorum, sino que la forma en que seleccionamos a nuestros dirigentes se ha venido deteriorando.

Porque si hasta hace poco se buscaba un determinado nivel de famosos –de hecho, todos los anteriormente nombrados habían ejercido en forma paralela a sus carreras no políticas, alguna forma de administración empresarial– hoy eso parece no ser necesario y basta con la fama, con cualquier tipo de fama.

Hoy por hoy lo comprobamos en el cierre de las listas para las próximas PASO, en lo que hay de todo como en botica: desde políticos experimentados hasta integrantes de la farándula, pasando por médicos neurocirujanos. De lo que aquí se trata no es de discriminar a nadie sino de marcar una tendencia, y si esto fuera posible, alentar a la gente con merecimientos a no despreciar a la política y a sumar su nombre y su prestigio a ella. Porque como afirmaba Mahatma Gandhi, el problema de la política no es la habilidad de los malos, los que son muy pocos, sino la indiferencia de los buenos, que son la mayoría.

 

El Doctor Emilio Magnaghi es Director del Centro de Estudios Estratégicos para la Defensa Nacional Santa Romana. Autor de El momento es ahora y El ABC de la Defensa Nacional.