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Cuándo saldrá el sol del 25

Una columna para reflexionar sobre este día patrio

25 de mayo, 2022 - 08:26

Decir revolución durante nuestros años escolares, refiriéndonos a lo ocurrido en Buenos Aires aquel día de 1810, no causaba ningún temor, escozor ni rechazo. Se entendía fácilmente que a partir de entonces las cosas empezarían a cambiar lentamente y con muchos altibajos, todo esto referido a romper vínculos con una España todavía semifeudal pero que ya había sido inoculada con el “veneno liberal” del Iluminismo.

Los cambios en la Península no se iban a afianzar todavía, pues pronto retornó el absolutismo con Fernando VII y la Santa Alianza. Pero acá en esta América lejana la semilla habría de germinar a pesar de las enormes dificultades, del aislamiento, de la distancia  y de la soledad.

Como siempre en las grandes gestas, unos cuantos las sueñan, muchos luchan y mueren por ellas, los más las disfrutas sin saberlo pero un importante batallón las critica y hasta intenta derribarlas.

A la distancia las rivalidades entre morenistas y saavedristas, los motines posteriores y las conspiraciones en nombre de intereses muy pequeños pusieron los postulados de la Revolución de Mayo, ejemplar y precursora, pero no perfecta.

Las heridas por las luchas intestinas de aquel amanecer pudieron ser superadas en el escenario restringido de la pequeña ciudad a orillas del río fangoso. Pero a la vez que la idea de libertad e independencia prendió en el aquel pueblo noble y rústico, en los salones las élites ya conspiraban entre sí por diferencias sectarias, por caminos diferentes que, sin embargo, apuntaba siempre a lo mismo: ser libres de España e independientes ante las demás naciones.

Hace más de dos siglos no era fácil pensar y concebir a la tierra donde se vivía como parte de un Estado nación, el sentido de patria libre posiblemente se circunscribía al terruño, a la familia y el entorno más cercano y a las circunstancias que permitan sobrevivir y proyectarse según sea posible. Las reglas eran morales, generalmente trasmitidas por la religión o la tradición, pero al salirse de ese entorno restringido ya había que pensar en ceñirse a reglas más formales, a la ley la cual debía abrirnos el sendero de la organización institucional y de la construcción concreta ahora sí, de un estado organizado.

En nombre de un federalismo inspirado no en la gestión asociada de comunidades territoriales que después acuerdan unirse, si no en la tradición aislacionista y semiautónoma de los cabildos coloniales, se generó un sistema de país que no termina de conocerse a sí mismo.

Con pocas excepciones  las dirigencias nunca lograron entender ni trasmitir la idea y los valores de esa revolución primordial. A duras penas se dictó una constitución 50 años después y debió pasar otro medio siglo para que surgiera algún atisbo de conciencia nacional.

Eso no alcanza, la sombra de las viejas rencillas de cabildantes, triunviros y directores supremos se trasladaron a las actuales burdas disputas entre ideologías obsoletas, el sentido común sigue yaciendo en algún rincón desconocido.

Pensar en aquel lejano Mayo puede generar emociones y pasajero fervor patriótico, pero sería recomendable que despierte un entusiasmo racional de que no hemos aún seguido el camino que señaló la Primera Junta y mucho menos logrado que el sol del 25 asome de una vez por todas.