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En defensa de Donald Trump

La decisión del mandatario norteamericano de no ordenar acciones de represalia contra el derribo de un drone de su país en el Golfo Pérsico, mostró su prudencia y evitó un nuevo conflicto en una zona sumamente volátil

05 de julio, 2019 - 11:36

Casi ha sido un lugar común de los grandes medios de comunicación la demonización de Donald Trump, tanto cuando se presentó como candidato para la Presidencia de su país como, luego, con cada una de sus decisiones políticas de relevancia.

Se lo ha acusado de misógino, de racista y hasta de loco. Sin embargo, en los últimos días acaba dar muestras de poseer una virtud rara en estos tiempos: la prudencia política. Una que establece el justo punto medio entre la pusilanimidad y la temeridad.

Esta virtud es particularmente importante para un gobernante en situaciones de crisis o de conflicto. Vale decir, cuando tiene que tomar decisiones que puede tener costos altos, como ha sido el caso de la represalia por el derribo de un drone en las aguas del Golfo Pérsico.

Al contrario de lo que hubieran hecho sus antecesores y, contra el pronóstico de sus muchos detractores, Donald Trump apretó el freno y decidió abortar un ataque preventivo de represalia. Uno que le había sido sugerido por los halcones de su administración.

Con un simple tuit, el presidente del país más poderoso de la Tierra sostuvo que la muerte de unos 150 iraníes que acarrearía el ataque era un costo excesivo para él mismo. Y tuvo razón.

No solo por la sabia consigna de evitar daños colaterales, sino especialmente por su decisión de no emplear la fuerza para solucionar un problema político, que es el desafío regional que le plantea Irán a los EE.UU. y sus vecinos en una de las regiones más volátiles y peligrosas del Mundo.

Si Trump procede así no es fruto de un capricho ni de una casualidad. Sus acciones responden a una cosmovisión. La que, en este caso, pertenece al denominado Realismo en las Relaciones Internacionales. Y que como tal, se contrapone a las ideas del Idealismo. Veamos. 

El Realismo, en su versión inicial y clásica, estuvo arraigado en una concepción trágica de la política y de la naturaleza humana, vinculada con los trabajos de Tucídides, Maquiavelo, Hobbes y Hans Morgenthau. 

Para todos ellos, la naturaleza humana es que los seres humanos son esencialmente egoístas, competitivos y muy proclives al enfrentamiento. Por simple analogía, los Estados son un reflejo del carácter y del comportamiento de los hombres, también son competitivos y se mueven por el afán de poder. 

Para el Realismo, el animus dominandi es lo que define tanto a los individuos como a los Estados, ya que, como dice el pensador conservador Richard Lebow, “los vínculos comunales son frágiles y fácilmente susceptibles de verse socavados por la búsqueda desenfrenada de la ventaja unilateral por parte de individuos, facciones y estados”. 

Aquí aparece –como consecuencia de lo anterior– el Leviatán de Thomas Hobbes, que desarrolla la idea de que las pasiones destructivas del hombre solo pueden ser contenidas mediante la construcción del Estado para establecer un orden y contener a la anarquía

Como ya lo dijimos, la principal teoría contrapuesta al Realismo es el Idealismo. Su punto de partida es una visión mucho más optimista de la naturaleza humana. Uno de sus primeros sostenedores fue, justamente, un presidente norteamericano, Woodrow Wilson, quien con su tratado de los ‘Catorce puntos’ le pone fin a la Primera Guerra Mundial y aspira, a continuación, a fomentar la paz mundial en la creencia de que un mundo gobernado por democracias aboliría a la guerra como un recurso de las relaciones internacionales.

Sus orígenes intelectuales se asientan sobre la filosofía moral de Immanuel Kant y su idea de que los seres humanos tienen la potestad de cambiar cualquier configuración política a su antojo, tal como se había logrado con la abolición del duelo en la sociedad civil. La sociedad de naciones bien podría hacer lo propio con la guerra.

Durante mucho tiempo, el Realismo fue la doctrina más aceptada y practicada. Pero el fin de la Guerra Fría condenó al Realismo clásico a ser percibido como una teoría obsoleta. Y el Idealismo tuvo una nueva oportunidad.

Especialmente en los EE.UU. aparecieron pensadores, los denominados neoconservadores, que retomaron las ideas de W. Wilson, ya que la nueva época, caracterizada por el triunfo de la democracia capitalista, fue recibida con cierto optimismo y esperanza por una comunidad global más colaborativa. 

Fue en este marco que George Bush padre primero, su homónimo hijo después y, finalmente, Barack Obama, vieron la oportunidad de imponer estas ideas. No escatimaron para lograrlo, esfuerzos militares y monetarios de magnitud.

En rápida sucesión vinieron las invasiones a Afganistán, a Irak (dos veces) y las intervenciones armadas en Libia y Siria. Su intención era la de producir cambios de regímenes políticos para que los mismos fueran democráticos.

Pero lejos de lograr ese efecto deseado, se arribó –en el mejor de los casos– a gobiernos títeres de los EE.UU. que carecían de la mínima legitimidad doméstica. Por otro lado, los costos en vidas humanas –especialmente de jóvenes norteamericanos– y de cuantiosas cantidades de dinero en forma de asistencia económica, fueron convenciendo a los contribuyentes de la primera potencia respecto de que se encontraban ante un sacrificio inútil.

Pronto, el enfoque del viejo Realismo se hizo presente, nuevamente. Ya que el haber dejado el papel de los Estados, cualquiera fuera su orientación política, para confiar en una forma de gobierno, se había convertido en algo costoso y peligroso.

Fueron estas condiciones las que llevaron a la presidencia del país a quien era el que hacía el gasto principal de las consignas del Idealismo, al señor Donald Trump.

Su campaña fue sencilla: ‘America first’ y ‘America great again’. Se lo dijo a sus conciudadanos –muchos le creyeron– y a sus aliados, que se resisten, aún hoy, a creerle. 

Entre ellos se destacan el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, y la Casa Real Saud que gobierna a la monarquía de Arabia Saudita. Ambos, en sus respectivos realismos, quieren la guerra con Irán, su rival regional. Pero saben que no pueden solos y necesitan del concurso de los EE.UU. 

Para ello, apelan al Idealismo norteamericano. Sostienen, por un lado, que Irán viola los DD.HH. y, por el otro, que su programa nuclear está destinado a disponer de armas atómicas. Olvidan que el Estado de Israel ya las posee y que los sauditas se mueren por comprar una.

Así como están las cosas, no ha sido otra cosa que el realismo y la prudencia de Donald Trump lo que nos ha mantenido lejos de un nuevo conflicto. Esperemos que ‘Mr. President’ siga en esta línea, para el bien de su país y para la tranquilidad del resto.

Emilio Magnaghi es Director del Centro de Estudios Estratégicos para la Defensa Nacional Santa Romana. Autor de El momento es ahora y El ABC de la Defensa Nacional.