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La vuelta a la adolescencia en 20 asientos

01 de junio, 2020 - 20:08

Pensar que uno podría haberse tomado el 50, que paraba en la esquina de casa, pero prefería el 70 porque era diferente. Porque lo tomábamos en la parada del control que era como vivir la génesis de la mismísima creación.

El 50 ya venía desde Villa Nueva, con paradas insoslayables a lo largo de Belgrano y encima era más vueltero que el final de Now I'm Here en Queen Live Killers. Por eso elegíamos el 70' que abordábamos en Malvinas y Obligado, y en ese mundo de 20 asientos, pasábamos derecho para el fondo para ser testigos de como iba poblándose el bondi con los rostros comunes de todos los días.

Un portero de la casa de gobierno, el bancario de bigotito también profesor de folclore, los hermanos Reyes, los Garrafo, los Perrota, el Cogote Dillon, más para la O 'Brien (la obrayiam) las chicas que endulzaban nuestras miradas como una tal Amanda, otra Sandra y también hacían un pasito para atrás allí dónde había lugar y sino se corren por adelante no bajan, los rockeritos que ya tocaban como el Joseph González, los Espinoza que mirábamos entre la admiración y la envidia...

Al final, pasando el 77 de la plataforma de Churrico, dejando San José atrás y la costanera, el 70 bajaba al centro, y literalmente era así por esa insólita bandeja de entrada de la calle Buenos Aires. ¿Alguien se percató que junto con Alem son las únicas entradas empinadas a la Ciudad?

Después el Bondi ganaba las calles céntricas y era como un alivio para el chofer: porque las voces ruidosas dejaban de emitir sobre si escuchaste el último de Led Zeppelin y el de Pastoral, o sobre las propuestas de un tal Maranatha o de un descontextualizado Testigo de Jehová que nos quería arruinar la única alegría siendo pobres.

Y él llegaba al Judicial, al SUPE, al Serrano con el libre deuda para dar la vuelta por el oeste y nosotros nos íbamos quedando por la Plaza Independencia y la Casa de Gobierno que nos recibían para un día más de nuestras vidas de pibes secundarios. Y ahí confluíamos con los 90 del Oeste, los 30 y 40 de la San Martín Sur y la embajada norteña de los 60 y 80.

A convivir con los flacos de la Pablo Nogués, el Gallinero de la Álvarez Condarco, las diosas mitológicas del Normal Tomás Godoy Cruz, los conchetos del Martín Zapata, los tres idiomas del Universitario Central, los locos de Bellas Artes, los repetidores del Avellaneda, las empanadas del Liceo y vaya con Dios de la mano de Don Bosco, en Compañía de María u otros tantos.

Amanecer en la previa de la seca de un cigarrillo, comentarios lagañosos o una radio que relataba los goles del gurrumín Ramón Díaz y el pibe Maradona en Japón. El debate sobre la inseguridad del “estudié o no estudié”, elucubraciones sobre el potencial interrogatorio de tal o cual bolilla, una que justo no alcancé ni a mirar porque tuve que ir con mis viejos a La Dormida.

Autocomplacencia para justificar tanto remoloneo siestero, una tarde a todo volumen con el hit de moda que rodó una cien veces desde el passacasette. Y de allí debatir sobre la posibilidad de una muerte digna con un probable 1 o un 3 o directamente la sincola en el refugio del café Ébano, aquel otro antro de la galería Emperador, una ida al Zoológico o directamente naufragar hasta las doce hora de retorno a casa, con el terror a las sirenas y los canas de civil o con algo de culpa ante la pregunta de “¿cómo te fue hijo?”…

Después a tratar de conseguir cerficados médicos, para probar nuestra inocencia ante la junta de comandantes; la odiada Conil y el querido Armando Zavala, recto pero esclarecedor profe, el Arnaldo Pepe Rubí, el manolo Escalera. Tiempos de 70, de los Benjamín Matienzo.