4 Abril de 2022 - 07:49
A principios del siglo XX, la sociedad mendocina vivía momentos de gran inseguridad, muy similares a los que hoy muchos estamos padeciendo.
En esos tiempos, una ola de robos y asesinatos se produjeron a gran escala en nuestra provincia, a tal punto que se pensó en instaurar la pena de muerte.
Nuestro país se encontraba en una posición económica muy buena en relación a otros países europeos y limítrofes, y los inmigrantes llegaban desde tierras lejanas en busca de mejores condiciones sociales.
Se comentaba que la Argentina ofrecía grandes posibilidades de progreso económico. Entonces, miles de personas inmigraron a estas tierras con grandes sueños o simplemente con la esperanza de obtener un trabajo digno para ganarse el sustento diario. Entre éstos, también llegaban los que preferían vivir de la limosna o del robo.
El flujo inmigratorio fue importante y las autoridades no estaban preparadas para impedir una masiva cantidad de robos o asesinatos. Como consecuencia de esto, se inició una escalada de asaltos que muchas veces culminaba con la muerte de las víctimas. Esto hizo que un gran porcentaje de los habitantes de Mendoza se sintieran muy inseguros en las calles y en sus hogares.
Contrato con la muerte
En aquella época, muchas personas llegaban desde Chile en busca de mejores condiciones laborales o económicas.
En ese marco, en 1901 la sociedad local se conmovió por el brutal asesinato de un matrimonio de origen árabe, ejecutado por un chileno llamado Juan Rodríguez. Los ciudadanos se indignaron por este violento suceso y las autoridades tuvieron que tomar cartas en el asunto.
Rodríguez había nacido en Santiago y un día tomó sus “bagallos" y cruzó a mula la cordillera.
Llegó a Mendoza y se instaló en un conventillo ubicado en Ituzaingó 1340, en la denominada Cuarta Sección de Ciudad.
Establecido en ese lugar, salió a buscar trabajo y unos días después, el joven chileno consiguió un empleo digno, pero sólo trabajó unos días ya que quedó cesante por su adicción al alcohol. Según el comentario de una vecina, el chileno –como le decían– fue a ver a Antonio Elías, un inmigrante de origen árabe que vivía con su mujer y su pequeño hijo.
Elías era propietario de una finca en las afueras de la Ciudad y contrató a Rodríguez para hacer algunas changas. Sin pérdida de tiempo, el chileno comenzó su tarea limpiando un galpón abarrotado de objetos viejos y arrumbados.
Al día siguiente, finalizada su labor, habló con el dueño de la finca para que le abonara un peso por el trabajo, pero Elías le dijo que le pagaría luego. Rodríguez no quedó muy conforme y partió hacia el lugar en donde vivía.
Como era su costumbre luego de terminar la jornada, bebió varias botellas de vino y pasadas las horas quedó totalmente ebrio. En ese estado marchó hacia la casa de su patrón a pedirle lo que le debía.
A la medianoche en punto, el matrimonio Elías dormía tranquilamente cuando Rodríguez golpeó violentamente la puerta, y al no tener respuesta, tomó un azadón, entró a la casa y se dirigió directamente al dormitorio para despertar a su patrón y exigirle el pago por el trabajo, pero Elías, medio dormido, se negó. Entonces el peón lo golpeó violentamente con el azadón en la cabeza partiéndole el cráneo y destrozándole parte del rostro.
Mientras tanto, la esposa del desdichado propietario saltó de la cama desesperada, pero también fue agredida con la herramienta en la cabeza, lo que le provocó el fallecimiento instantáneo. Ambos cuerpos quedaron sin vida en el piso de la habitación, y el asesino, para asegurarse de que estaban muertos, tomó una daga que llevaba en el cinturón y les cortó el cuello.
Después de ese sangriento episodio, se acostó en el galpón y sin emoción alguna, se durmió por unas horas. Al amanecer, el malhechor se escapó robando una importante suma de dinero y se marchó.
Por la mañana llegaron varios de los empleados de Elías y encontraron al matrimonio muerto en su habitación, e inmediatamente llamaron a la policía para avisar del asesinato.
Sin perder tiempo se inició una búsqueda por toda la zona en lo que llamaban un “operativo cerrojo", y luego de unos días, el asesino fue aprehendido y puesto a disposición de la Justicia, la que inició un proceso para ajusticiar al asesino.
La prensa local registró paso a paso el hecho que no solo conmocionó a la sociedad mendocina sino también a todo el país.
Pena capital para Rodríguez
El 25 de julio de 1902, la Suprema Corte de Justicia tomó la decisión de condenar al asesino Juan Rodríguez a la pena de muerte.
El fallo le fue comunicado al gobernador Elías Villanueva, quien estuvo a favor de la sentencia para ejecutar al chileno y decidió no hacer uso de la facultad constitucional para cambiarla por una condena perpetua.
Así, la pena era irreversible y se estableció como día para la ejecución el 3 de setiembre, a las 6 de la mañana. A un día del ajusticiamiento de Rodríguez, la Iglesia católica y un sector de la población presionó para que el gobernador conmutara la pena, pero la Suprema Corte también se pronunció a favor de la condena a muerte y no dio lugar a las peticiones.
La suerte de Juan Rodríguez estaba echada y solamente un milagro podría salvarlo. Cientos de personas se agolparon en la penitenciaría –que se ubicaba donde hoy funciona el hotel Hyatt, en la Ciudad– para que no lo mataran, circulando panfletos y recolectando firmas para que se detuviera la ejecución.
Como última instancia, el Consulado de Chile hizo el pedido de absolución de la condena ante el embajador chileno en Buenos Aires, Carlos Concha Subercaseaux, y este lo hizo al presidente de la Nación, Julio Argentino Roca, quien no dio respuesta.
Salvado por un telegrama
Sólo faltaban unas horas para la ejecución y en la cárcel, Juan Rodríguez estaba listo para ser ajusticiado. Se le concedió su última voluntad, y cuando el pelotón de fusilamiento estaba preparado, la alcaldía recibió un telegrama enviado por el presidente de la Nación. En el texto se ordenaba la absolución de la pena dispuesta por la Suprema Corte de Justicia y por el Poder Ejecutivo provincial.
Al enterarse de la noticia, el reo enloqueció y cayó en un estado casi de inconsciencia luego de haber estado tan cerca de la muerte.
Muchos no estuvieron de acuerdo con la medida y también protestaron. Pero el milagro ocurrió.
Tiempo después se comprobó que el telegrama enviado para perdonar la pena capital había sido redactado en realidad por Julio Argentino Roca (hijo) –descendiente del entonces presidente de la Nación–, quien fue vicepresidente de la República Argentina en 1932 y también ocupó varios ministerios.
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